Tip, tip, tip...A fuera llueve, el mundo vive. Cómo me gusta ver, oír, tocar, oler, sentir. Descubrir que el mundo está vivo y que late a mi alrededor. Sobrevivo sabiendo que no estoy sola en mi soledad, sintiendo que el viento me besa y oyendo que los grillos me regalan su canción de cuna todas las noches.
Al nacer observé sin tregua para comprobar que algo me rodeaba. Toqué para ver que el mundo reaccionaba a mí, y asegurarme de que lo que veía no era una simple visión soñada. Soné en forma de balbuceo para advertir que alguien me escuchaba y aprendí a escuchar para ver que realmente existía.
Sentidos que me dan sentido, palabras que me dan silencio, silencios que me quitan el sentido. Llega un momento en el que ya no se vivir sin ello. Parece que la vida me doma para ser dependiente, para no existir si no hay sentidos, para darme vida al oír cantar, reír, hablar, llover…para morir con el silencio. Me he acostumbrado al sonar de la respiración amada a mi lado, velando mis sueños. ¿Qué vida me queda si esto se convierte en silencio? ¿Qué pasa cuando dejas de oír el susurro de los árboles conversando con el viento? ¿Qué ocurre cuando tu perro ya no araña la puerta? ¿Qué cosa vive si, al hablar, ya no se dice nada?
Silencio es hablar sin decir nada, pero nada es todo cuando un silencio te dice tanto. Así pues el silencio me somete, a vivir o a morir a su antojo. Muero si queriendo oír, todo está mudo a mi alrededor, muero también si el mundo suena y no suena para mi; entonces conozco el silencio letal. Pero vivo cuando el silencio salva las palabras, que no pueden decir lo que quisieran. Vivo cuando el silencio me abraza y me cuenta que también puedo oír si entiendo una mirada, que también puedo oír si intento escuchar una caricia.
